viernes, 23 de marzo de 2012

LA NUEVA FUNERARIA

Cuando uno llega por primera vez a esta ciudad, advierte una extraña, pestífera y violenta tranquilidad. A pesar de tratarse de una ciudad con el mayor crecimiento demográfico, a pesar de tratarse de una ciudad
heterogénea, se siente esa mansa cotidianidad, ese diario vivir relajado, despreocupado. Es más, un llega a dudar
de lo que los medios de comunicación dicen.

Nada más poético que recorrer las calles de esta ciudad y encontrarse en cada esquina con un gato degollado, ver a un perro lamerle el culo a un borracho recostado en una banqueta. Bueno, sí, puede haber algo más interesante que un borracho, un perro o un gato muerto: de vez en cuando puede verse a un par de drogadictos fornicando en, digamos, las calles menos transitables; pero, con el tiempo, tales escenas se vuelven parte fundamental del monótono vivir de los habitantes.

Pues, a esta ciudad de violenta tranquilidad llegó, hace un buen par de meses, un hombre. ¡Ah!, pero no vino solo: se trajo a su esposa, a su mamá, a su hija de doce años, a su hermano mayor. Al traer a su hermano mayor heredó la responsabilidad de mantener a su sobrino de ocho años. Éste hombre había trabajado dos o tres años en los Estados Unidos, en Chicago, por lo que no se podía decir de él que era un pobre; pero tampoco entraba en la categoría de los millonarios.

Tenía para vivir con todas las comodidades y darse un par de lujos cursis por unos años; sin embargo, tarde o temprano, más bien temprano, el dinero se le acabaría. En Chicago estuvo trabajando en una funeraria, claro que cuando sus familiares le preguntaban “¿a qué te dedicas?”, él respondía “soy cocinero, a veces empaco comida rápida”. Nunca envió una foto del lugar en donde trabajaba. La idea de enviar una fotografía en donde apareciera él entre una docena de ataúdes y lápidas no era muy sana. Y qué cara poner al momento del flashazo: ¿Una sonrisa con el tradicional Whisky? No. ¿Una mueca melancólica? Tampoco. Cuando su mujer le preguntaba a qué se dedicaría, le respondía “en esas ando, mi amor, en esas ando” Varias veces le fue sugerido que buscara trabajo en un restaurante; con la experiencia que tenía, sería aceptado sin tanto papeleo, sin necesidad de someterse al polígrafo y a esos onerosos exámenes
psicológicos, a lo que él siempre respondía “en esas ando” o “yo no vine de los Estado Unidos para seguir siendo un asalariado, tú, sabes, uno tiene sus aspiraciones”.

Llegó a preguntarse por qué los medios hablan de muertes por aquí y por allá, si tan tranquilo que se anda por las calles. Cierto es que llegó a ver a los bomberos recoger algún cadáver, “pero eso es algo normal en todo el mundo”. En los Estados Unidos, cuando la venta bajaba, vendía de quince a diez y ocho ataúdes y, cuando era temporada de bonanza, llegaba a vender hasta cuarenta y dos ataúdes. Hubo un fin de semana que llegó a vender ciento dos ataúdes y cuarenta lápidas; esa vez, su jefe, le dio una propina de doscientos dólares.

Un buen día domingo, su mujer le pidió que preparara el almuerzo “no te va a costar”.
Hubiera deseado negarse, pero no lo hizo. Lo dejaron solo en la cocina, para que nadie
lo molestara, colocaron un rótulo en el que se podía leer silencio por favor>, lo del Rótulo fue idea de Dulce María, su hija de doce años. Nunca en su vida había cocinado, a lo más que había llegado era a freír un par de huevos. Logró preparar una extraña sopa de arroz, frijoles, trocitos de nabo, berenjenas enteras, rodajas de piña, harina de trigo, coles, chispas de chocolate: agrego toda la porquería que había se encontraba a su alcance. Dijo que esa era una sopa que se preparaba antes a los emperadores chinos. Como era de esperarse, todos quedaron
decepcionados del supuesto refinamiento culinario de los emperadores chinos. Él estuvo de acuerdo con ese parecer.


Pero, ¡qué remedio!, tuvieron que terminarse toda la sopa. Esa tarde y gran parte de la noche todos padecieron de una incontrolable diarrea, hasta el perro, porque tenían un perro.
Cuando clausuraron una sucursal del banco Internacional Panamericano, vio su oportunidad para abrir su mediana empresa. “Voy a alquilar ese local, es un buen punto”, se dijo. Realizó los trámites correspondientes, arrendó el local. Para todo ello contrató los servicios de un buen abogado. Conoció a un joven que estudiaba administración de empresas en la universidad.
Éste se ofreció para realizar rigurosos estudios sobre las posibilidades y probabilidades de tal y cual negocio.


-Ante todo, debe elaborar un FODA. -No te entiendo ni mierda; pero hacé todo lo que tengas que hacer –le extendió un billete de cien dólares al muchacho.. -Con el FODA
va a lo seguro. Si los que nos enseñan en la universidad son especialistas con experiencia en los negocias y la mercadotecnia. –le decía el muchacho, abriendo los ojos como si fueran de un
macaco. -Después hablamos de tu sueldo –le respondió éste, que ya empezaba a encontrarle placer al oficio de ser jefe, sin tener que rendirle cuentas a nadie. -Pero, Don. -Decime Ricardo, Ricardo nada más. -Más o menos a qué quiere dedicarse. Digo, para que yo pueda empezar con el diagnóstico, estudiar la oferta y la demanda. Usted sabe, formalidades de la profesión. -Yo sé de
venta de ataúdes –Dijo Ricardo, sintiendo un poco de vergüenza y de cólera a la vez, al tener que contarle a un desconocido, es decir, a alguien totalmente ajeno a la familia. Y pensar en cuánto
se había esmerado en no revelar el secreto ni a su propia familia. “Ya me lo imaginaba, algo de malo debía de tener este señor, ya me lo imaginaba” los bellos de todo su cuerpo se pusieron de punta; pero, esa eso o no tener trabajo.


Al día siguiente, el muchacho apareció con periódicos y con recortes de los que habían muerto el día anterior. -Mire –dijo, señalando la portada de uno de los diarios que traía-, aquí dice que mueren entre veinte y veinticinco personas al día. Y en este otro –extendió el segundo diario-, se afirma que mueren entre doce y diez y siete. Y, en este otro –sacó un tercer diario., dibujaron un termómetro, mire, treinta y ocho muertos al día. Haga sus cuentas. -Yo te contraté para que hicieras eso por mí. No estarán refiriéndose a los mismos muertos. -Puede ser, pero no lo creo. Sólo uno aparece con el mismo nombre en los tres diarios. Y recuerde que hay otros tres diarios que ya no alcancé a comprar. Lo que usted tiene que hacer es comprarse una corbata, un saco y una camisa. A la semana tenían todo listo. Sólo faltaba el nombre. -FUNERARIA LA VOLUNTAD DIVINA, ese nombre es perfecto, ¿cómo se le ocurrió? -No pude dormir por pensar en eso –respondió Ricardo.

Se aflojó el nudo de la corbata y se quitó el saco. -De esa manera, si alguien muere por una enfermedad los familiares dirán que ha sido la voluntad de Dios y si alguien muere a causa de una bala perdida, dirán “fue la voluntad divina”. Psicología empírica. -Vos vas a ser el administrador, Chipi (así le decían al universitario). Rogale a Dios para que nos vaya bien.

Esa misma tarde, Chipi (ahora que ya sabemos como le decían) estaría ufanándose por su cargo en una nueva empresa. “¿A qué te dedicas?” le preguntaría una de sus compañeras. Él, sin la vergonzosa necesidad de mentir, contestaría: ¿soy gerente de una empresa?”. La compañera le diría, estirando su aguda y estridente voz, “ala qué alegre y, ¿en cuál empresa?” “En una muy prestigiosa y con mucho futuro”. A la familia no le cayó muy bien la noticia. Eso de ser propietarios de una funeraria sólo les va a las personas que no muy se encuentran en sus cabales;
es decir: no es para la gente normal. Eso de que los clientes de un negocio tengan que ser cadáveres, como que nada bueno le acarrea a la familia. Con el paso del tiempo a uno se le va impregnando ese inconfundible e indecible olor a muerte. Hubiera sido mejor apostarle a una pastelería, a una PACA o a un restaurante de comidas exóticas. Ya que, al parecer, esa era la
especialidad de Ricardo. “La gente de aquí no conoce, no valora lo exótico”.

El hermano torció los ojos al escuchar la noticia, el hermano que nunca pudo reponerse por completo de la paliza que le propinaran en la universidad en su época de estudiante, un mes antes de que su hijo naciera. Habíase quedado en silla de ruedas y totalmente afónico. Al
parecer sólo le funcionaban los oídos. Por aquellos años, él era un universitario de primer ingreso. Su mamá llegó a sentirse muy orgullosa de él; pero orgullo no le tardó mucho. En un enfrentamiento entre supuestos estudiantes, él, Arculano Sierra, se llevó la peor parte: diez garrotazos en la cabeza y en la cara, un disparo cerca de la coxis lo dejaron en ese estado de
silenciosa agonía, para lo que le quedaba de vida. Como no estaban seguros de su estado mental,
no supieron a cabalidad por qué había torcido los ojos. Tal vez, en la limitada claridad de su mente, hubo un momento, un chispazo de lucidez, y llegaron a su cerebro las palabras “Funeraria” y “Voluntad divina”.

Y tal vez, en ese momento de lucidez, imaginó que su hermano menor decía: “”que se haga la voluntad divina. Paguemos por adelantado los servicios de una funeraria. Es que está sufriendo mucho el pobrecito”. O tal vez, al igual que a cualquier persona normal, la idea de ser propietarios de una funeraria no le pareció muy sana que digamos. -Es que ustedes no entienden. El universitario me habló del foda, de la oferta y de la demanda. Hizo cuentas con números. Trajo diarios. Hizo “un diagnóstico de rigor”, así me dijo. Él lo va a administrar. Estudia administración de empresas en la universidad.

El primer día no les fue tan bien como lo esperaban. Ricardo esperaba vender un par de docenas de ataúdes; pero, ni uno sólo fue vendido. Pasó una semana y nadie se asomó, tan
siquiera a preguntar por precios. A los quince días la nueva funeraria seguía permaneciendo en un silencio de cementerio. “pero, en dónde entierran a estas gentes. Tantos muertos y ni uno
sólo se ha dignado a venir a echarnos la bendición”. Chipi llegó a sospechar de la competencia.
Había pasado un mes, cuando llegó un cliente, digamos que el primero, parecía una persona adinerada. Tenía enrojecidos los ojos. Llevaba un pañuelo negro.

Chipi y Ricardo se sintieron tan felices que no pudieron evitar abrazarse, saltar y reírse de pura alegría. -Pase mi amigo –le dijo Ricardo- siéntase en su casa. -¿En qué le podemos ayudar?- preguntó Chipi, mientras trataba de asumir una postura seria. El hombre de los ojos enrojecidos y del pañuelo negro dio media vuelta y se marchó, sin dirigirles media palabra. Ricardo llegó a desear que se murieran todos sus vecinos para poder vender al menos unos cinco o seis ataúdes u unas cuatro o tres lápidas. Salió a las calles, visitó lugares en donde eran frecuentes los accidentes. Visitó hospitales. Lo más desesperado que hizo fue visitar una morgue, en donde le informaron que nunca nadie llegaba a reclamar los cuerpos que se encontraban allí. “A veces se los damos a los del zoológico para alimento de los tigres”.

“Esto de la funeraria me está empezando a parecer una mala idea” se repetía Ricardo, cada vez que se miraba en el espejo de su habitación o en los charcos de orines que encontraba en las calles. “Dios mío, por qué ya no se muere la gente” pensaba otras veces. Se volvió un hombre malhumorado, apenas si hablaba con Chipi. Cuando los diarios informaban de alguna masacre, ellos tenían que hacer caso omiso de la noticia para no terminar en acaloradas discusiones.
Eso de andar con corbata y con saco empezó a parecerle una costumbre ridícula. Empezó a frecuentar la funeraria con camisas deportivas. “DOS ATAÚDES POR EL PRECIO DE UNO TODA LA SEMANA” se podía leer en un rótulo colocado en la entrada. Las letras daban la impresión de haber sido trazadas por algún albañil. Fue una medida desesperada que Chipi se aventuró a tomar. Pasó la semana y nadie se asomó a preguntar por precios.

-Yo siento que Dios no me quiere, Chipi –Dijo, Ricardo, sonándose la nariz al mismo tiempo.
-No, no es eso. Es que, en estos negocios, como en todos, es necesario ser de una tenacidad y de paciencia ilimitadas. Uno ni cuenta se da cuando el negocio alza vuelo. Ya verá. -Ojalá y
mañana podamos vender al menos uno- Dijo casi sollozando. Estaba sacudiendo telarañas de una esquina. En uno de los diarios de ese día, Chipi leyó una noticia impresionante: “Vapulean y
queman vivo a supuesto delincuente. Se sabe que murió a causa de las quemaduras y de los golpes. Pero lo que no se sabe, a ciencia cierta, es si el linchado era culpable de algún delito.
Los elementos de la policía trataron de intervenir; sin embargo, al ser advertidos de que, de tratar de impedir el linchamiento, con la misma suerte correrían, decidieron no mover ni medio dedo”. “Qué locura. Yo no sería capaz de matar a alguien” se dijo, Chipi, para sí mismo.

-¿Dónde localizo al Señor Ricardo Sierra? –preguntó un hombre ya muy entrado en años. Lo acompañaba un bombero. -Estoy a sus órdenes -dijo Ricardo. “Seguramente se le muró la esposa o la hija. Qué se le va a hacer. Pobrecito. Así es la vida, todos tenemos que morir-. ¿En qué puedo ayudarle? -Señor Sierra –su cara que parecía un nabo medio podrido, se puso de un color rojo
intenso-, esto no es fácil. -Sí, yo lo entiendo. Claro –dijo Ricardo, con teatral tristeza-. A quién no le duele. Usted sabe. ¿No? -Es que… Claro… claro… -le dio dos palmaditas en la espalda al viejo.

-Su mamá fue asesinada. Su hija, tuvo suerte. Se encuentra herida pero estable, en el hospital. Fue un asalto. Su mamá fue apuñalada y, por su edad pues… Una espesa oscuridad empezó a rodearlo. Escuchaba el lento y pausado latido de su corazón. La muerte, esa intrusa en la
vida, esa extraña señora de la guadaña, ¿por qué tuvo que llevarse a su mamá? La vida es tan corta. ¡Dios! ¡Dios!. Se había llevado a su madre. Bueno. Ya se murió. Qué queda por hacer. Resignarse, sí, resignarse; pero ese dolor le quita a cualquiera, diez años de vida. Eso de que nunca más volverá la mamá. ¡Nunca! ¡Jamás!. Se fue para siempre. Ya sólo perdurará en el recuerdo y en las fotografías. -¿Ella dónde está? -El ministerio forense trasladó el cuerpo a
la morgue. Lo siento.

-Si. “Por qué la gente tiene que fingir que puede compartir el dolor ajeno”, yo más- dijo
terminantemente, Ricardo. Realizó los trámites para poder retirar el cadáver. -Hable con
alguna funeraria mi amigo. Usted no puede retirar el cadáver-. Chipi fue quien lo retiró.
-Que no se de los más caros. Con llevar un ataúd de lujo y caro no va a llegar más pronto al cielo.
Si ese está bien. -Está un poco despintado. Tiene una pequeña rajadura. -No importa, Chipi, no importa. Solamente los nietos lloraron amargamente la muerte de la abuela.

GIOVANY EMANUEL COXOLCÁ TOHOM






1 comentario:

Patricia N. Viollaz dijo...

humor negro, sátira, tono de comedia se conjugan en un cuento divertidísimo.